Llego a mi casa desde el trabajo, toda cansada. Lo primero que hago es poner la pava en el fuego, poner la yerba en el mate, después voy a dejar mi cartera en mi cuarto y prendo mi notebook.
Me saco las botas y vuelvo a la cocina. Pongo el agua ya hervida en el termo y llevo todo: el mate, la bombilla, el cenicero y el termo a mi cuarto. Pongo todo en mi escritorio con el notebook ya prendido y prendo la movida música de Tito Puente.
Me saco todos los anillos, aros y collar y voy al baño a lavarme las manos, como siempre.
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Justo antes de entrar a mi cuarto, mis miradas se dirigen al cuarto de mi hermana con la puerta abierta. Todo oscuro y raro. Todo vacío, sin cama, sin escritorio, sin el adorno colorido desde el techo, sin zapatos tirados por doquier, sin la mesita de luz ochentosa, sin lámpara naranja, sin nada.
Entro despacio, prendo la luz y veo el corcho pegado a la puerta del placard... sin fotos de ella y yo, de la familia, de su novia, de los perritos, sin fotos de sus poetas favoritas, sin los chinches, sin nada, nada.
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Ahora tengo la consciencia de que se ha mudado, se ha ido de la casa a independizar.
Por un milisegundo, sentí cómo la mitad de mí se iba.
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Pero volví a mí y me reí sola, me reí de la felicidad por ella.
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